La mujer de corcho
Desde el día en que llegó, su sueño fue bailar tango.
Pasó mucho tiempo observando tras la barra de aquel bar a parejas enlazadas en la pista de baile, enredadas en aquella danza cargada de erotismo.
Escuchó decir a los desparejados, perennemente amorrados al mostrador, que apareció el baile antes que la música. ¡Tantas ganas tenía de nacer que no esperó ni a la armonía!
Contaban que un cholo y una morocha se agarraron una tarde en el patio de un arrabal del Río de la Plata y, sin que ellos mismos lo supieran, comenzaron a dar unos primeros pasos de tango a dúo, puede que reinterpretando con otra cadencia una habanera que sonaba de fondo. Nadie lo sabe con certeza.
Más tarde, surgió el acompañamiento musical. El tango fue concebido con un corazón de compás binario, pero salpicado en su melodía con sincopas que espoleaban un latido que sin ellas sería algo monótono.
Pegada al cristal, conteniendo los humores de aquel vino en aquella botella que le tocó en su día cerrar, aislada como se encontraba, solo podía ver y oír.
Y así pasó mucho, mucho tiempo. Escuchando éstas y otras tantas historias, mientras miraba a las parejas deshaciéndose en seductores movimientos al ritmo de la música que la orquesta interpretaba cada noche.
Su propio pulso era pura monotonía, acaso alguna vez alterada cuando movían las botellas de la vitrina para limpiar el polvo. Era entonces cuando las burbujas del vino, azuzadas por el meneo, se agitaban y revolvían provocando e incitando al espumoso a salir.
La mujer de corcho cumplía implacable su función e incorruptible conseguía refrenar el ímpetu del caldo.
Esa botella era la única pareja que había conocido desde que la separaron del árbol en el que brotó y creció, para la que fue concebida y la que sería su destino eterno a menos que lo interrumpiera el capricho de algún cliente sibarita y sediento.
¿Cómo dada su condición podía ni tan siquiera imaginarse bailando tango? Aprisionada como estaba, comprimida hasta la extenuación, cien por cien ibérica y hecha como estaba de un material tan extraordinario de propiedades tan únicas, ¿cómo es que acabó de tapón? - Se preguntó tantas veces. Desconocía que la respuesta era, precisamente, que el corcho no tiene materia rival que le haga sombra, de ahí que esté abocado a establecer una conjunción indisoluble con el vino. Y a los corchos de mejor calidad se les asignaba sellar el cuello de botellas de vino de la mejor clase.
Ella salió de la séptima saca de un alcornoque portugués casi centenario.
Si hubiera germinado mucho antes, habría acabado en un cinturón de salvamento o en una boya en el mar o en el suelo antideslizante de un barco, como sus ancestros, los Bornizo, que fueron destinados a una flota de buques mercantes fabricados en Inglaterra. Todo esto lo supo escuchando a los sacadores durante la faena del descorche y esta información despertó en ella el deseo de seguir el rastro de sus antecesores y pasar la vida en el mar.
Tal llegó a ser su obsesión con todo lo marítimo, que una vez soñó que se hallaba colgando del mástil de un barco y que la botella era lanzada y estrellada con violencia contra el casco el día de su botadura. El vino acababa desparramado en el mar junto a miles de pedazos de cristal y ella, aún aprisionada por el nudo, conseguía zafarse, trepar por la cuerda y embarcar.
De los sacadores aprendió asimismo que de haber sido algo más prematura, podría haber acabado en un accesorio de aeronáutica. ¡Oh, sí! La idea de volar también era de su agrado.
Incluso podría estar insonorizando un local de ensayo de un grupo de Rock de veinteañeras. ¡Qué divertido!
Cuando se sentía muy, muy comprimida, fantaseaba con la sencilla idea de ser parte de un tablón de anuncios donde poder colgar notas y recordatorios.
Claro que sabiendo lo que sabía ahora sobre el tango, si no podía llegar a bailarlo, al menos sería más feliz en un bote anclado a un puerto de la margen sur de la cuenca rioplatense.
Cualquier cosa antes que conservando aquel vino blanco, espumante e indómito.
Si al menos le hubiera tocado un vino tranquilo...
Una noche, una muchacha exultante enrojecida de tanto reír y bailar, rodeada de un grupo de jóvenes que la ovacionaban, se acercó a la barra a pedirle al camarero que pusiera a enfriar el mejor champán que tuviera.
La mujer de corcho la llevaba observando un buen rato. Aquella chica conquistaba a quien dirigiera su sonrisa. Derrochaba vitalidad. No pudo más que fijarse en ella y en su espíritu de libertad, que le contagió de alegría en el acto. ¡Y ahora apuntaba con su dedo hacia donde ella se encontraba!
Mientras la chica volvía para perderse en el medio de la pista de baile, el camarero se encaramó a un taburete para alcanzar el estante donde se reservaban y reposaban las bebidas de mayor pedigrí. Aquéllas con un espacio privilegiado en alto, donde pudieran ser vistas y sentidas como inalcanzables para la mayoría, donde poder pasar mucho tiempo exhibiendo con orgullo su ralea.
Allí subido, fue mirando con detenimiento una por una las botellas de espumoso que había. Las cogía, les pasaba un trapo para quitarles el polvo, las examinaba y las devolvía a su lugar. Hasta que llegó a ella, a la botella que nuestra mujer de corcho taponaba. Comenzó a darle vueltas para leer la etiqueta. Las burbujas se empezaron a excitar. Ella, contenía. Tras un gesto aprobatorio, el camarero bajó peldaño tras peldaño y a cada paso se dejaba sentir una pequeña sacudida que avivaba aún más el caldo. El sinuoso camino hacia la barra en las manos del camarero le hacía la contención cada vez más difícil. Ahora ya no solo eran las burbujas las que estaban alteradas, el vino se embravecía y su propia tensión aumentaba porque percibía cada vez con más fuerza que había llegado al fin ¡su momento de salir! Para su sorpresa, la metieron en una nevera y al cerrar la puerta sintió toda la carga glacial, el vacío y el más aterrador de los silencios. De repente, se impuso la calma.
Pasado un rato, la muchacha gritó entre el gentío “¡vamos, brindemos!” y el grupo corrió en tropel hacia la barra, guiados por la a todas luces anfitriona de aquella fiesta.
¡Camarero! ¡Venga ese champán que hoy toca celebrar la vida! ¡Y traiga muchas copas! - vociferó alzando una mano y retirando su melena salvaje con la otra.
¡Marchando! - Respondió presto el camarero.
Éste sacó la botella de la nevera. La mostró triunfal y la colocó sobre el mostrador. Uno de los invitados la asió rápidamente y comenzó a moverla arriba y abajo.
Les recomiendo que no la agiten. - Dijo el camarero mientras traía las copas.
¿Cómo vamos a no hacerlo? - Gritó jocosamente el acompañante mientras la muchacha se hacía con la botella y apretaba su dedo pulgar contra el tapón.
Con un champán así, la etiqueta exige...
Demasiado tarde. Tan liviana y flexible como era, tras el ansiado descorche, la furia de las burbujas y el vigor del champán la empujaron bruscamente. Mientras volaba, disparada a gran velocidad hacia arriba, escuchó derramarse la alegría a sus espaldas, el jolgorio y los brindis. Se estampó fuertemente contra el techo, golpe que la hizo virar con violencia y caer hacia abajo. En ese corto trecho, sintió que había perdido la figura y ahora parecía una seta. Se estrelló contra el suelo dando unos cuantos saltos, brincando alternadamente con la cabeza y la base. Para su sorpresa, tras el último golpe, quedó de pie en la pista de baile, rodeada de pies que se deslizaban al compás de aquella bella música que la había acompañado tantas noches. ¿Sería posible que hubiera llegado su momento de bailar tango? Sin tiempo ni para intentarlo, recibió un puntapié que la volvió a lanzar al aire. En el trayecto rebotó en la solapa de la chaqueta de un gentleman, para salir despedida nuevamente mientras oía una seductora voz femenina decirle al caballero: “Aquí decimos que si te cae un corcho de la sidra encima significa que te vas a casar...”. Al tiempo que la enamorada decía estas últimas palabras, ella se dio de bruces de nuevo contra el suelo para acabar esta vez rodando. Una de las tantas circunferencias que trazó fue interrumpida por el agua de un charco que se había formado en una esquina del local. Pasó de rodar a flotar, y estando panza arriba vio la brecha en el techo que al estrellarse dejó.
La noche se hizo madrugada. El local se fue vaciando. Sonaban las últimas voces y despedidas. Las quejas del último borracho que conseguían echar. El sonido de la persiana bajando para terminar por hacerse el silencio. El suelo comenzó a emanar el calor acumulado de la jornada, que mezclado con la humedad y el humo, enrareció el ambiente.
Ella, sola, allí flotando, recordó el alcornocal del que un día salió y sintió una profunda nostalgia. Ella, impermeable, en aquel charco, se preguntó cuál sería el destino de los corchos descorchados.
A la mañana siguiente, como todas las mañanas, apareció Amadia, la mujer de la limpieza. Entrada en años y en carnes, pero eficaz como nadie, comenzó a adecentar y a sanear el recinto. Al barrer dio un escobazo al tapón, que fue a parar a los pies de la barra. Y allá que se dirigió a recogerlo, pues la buena mujer sabía que a su hijo le gustaba reciclarlos para el tudel de su saxofón.
Se lo guardó en el bolsillo de la bata. Él siempre le decía “no los tires, ¡que aún les queda mucha vida por delante!”.
Su hijo tocaba casi todas las noches en aquel mismo local. De hecho, había conseguido el trabajo gracias a su madre, que lo recomendó hasta la saciedad al director de la banda. Éste le aseguró una y mil veces que no les hacía falta un saxo, que no encajaba en la formación ni con el tipo de música que hacían. Pero su tozudez pudo más. Le afirmó con tanta contundencia que cuando lo escuchara cambiaría de idea, que al final accedió a hacerle una prueba.
Efectivamente. Aquel chico tenía un talento excepcional y tal gusto al hacer solos y tanta sutileza al acompañar, que se rindió a la evidencia de que la calidad musical de la banda aumentaría considerablemente al contar con él.
Ya terminada su tarea, Amadia volvió a casa. Aún era temprano. Entró a la habitación de su hijo y, con mucho cuidado de no hacer ruido, dejó sobre la mesita de noche el tapón. Él aún dormía las secuelas de la noche. Pases largos y pausas cortas. El público estuvo entregado como nunca a su música y apenas le dieron tregua.
La mujer de corcho miró a su alrededor, atolondrada del trajín de las últimas horas, sin entender muy bien qué hacía allí. Sintió al muchacho revolverse y desperezarse.
Abrió los ojos. La miró y sonrió. La tomó entre sus dedos y fue a la cocina, donde sabía que le esperaban su madre y un café bien caliente.
Le estampó un beso en la cara y le dio los buenos días con un abrazo.
¡Gracias por el corcho, mamá! ¡Es de los mejores! Menudo vino se bebieron anoche en la fiesta.
Terminado el desayuno, fue a buscar su caja de herramientas. Rebuscó un poco hasta que encontró todo lo que necesitaba. Con paciencia y mimo, lima, taladro y lija, fue dándole la forma óptima al corcho para que pudiera encajar perfectamente en el tudel de su saxofón.
La mujer de corcho apenas se reconocía a sí misma. Ahora era hueca, estaba recortada y tenía una figura mucho más estilizada. Viajó de nuevo en la mano del joven hasta el extremo de un tubo de latón donde la empujó y, tras una leve presión, fue cediendo hasta cubrir el cilindro. Al poco rato, fue recubierta con la boquilla del saxofón. El chico comprobó que la estructura que conformaban las piezas era estable y la volvió a desmontar. De ahí, fue a parar a uno de los bolsillos del estuche del instrumento y éste se cerró herméticamente. Todo volvió a quedar a oscuras y en silencio.
Inmediatamente, se sintió presa de la incertidumbre. Cierto era que había dejado de sentirse comprimida, que había encajado a la perfección en una estructura tan acogedora como curiosa, pero ¿cuál era ahora su cometido? Aquello no dejaba de ser un mundo absolutamente desconocido para ella...
Sintió el latigazo que la elevó del suelo y el vaivén típico de un caminar. Pese al aislamiento en el que estaba sumida, pudo discernir un vocerío. El estuche se abrió y el chico, con mucho primor, comenzó a montar de nuevo las piezas de su saxofón. La mujer de corcho aprovechó esos segundos para mirar a su alrededor y darse cuenta de que se encontraba en el mismo bar en el que había pasado tanto tiempo, en alto, sobre la vitrina. La diferencia era que ahora estaba sobre el escenario, formando parte de un instrumento que tocaba un músico que formaba parte, a su vez, de una orquesta. No lo podía creer.
De repente, notó la calidez del vaho y la atravesó la vibración del sonido. Pronto comenzó a sonar un piano y al poco, las notas de un bandoneón. Se sumaron una percusión al fondo y el rasgueo de una guitarra. El chico avanzó al centro del escenario. Se dejó mecer aún un poco más por aquel compás binario salpicado de sincopas, cerró los ojos y, al soplar, dejó escapar la melodía de “Por una cabeza”. Una melodía que aquella noche sonaba especialmente penetrante y que lanzó como una caricia intensa a un público de ojos vidriosos por la emoción, a parejas que rozaban sus rostros, estrechaban sus cuerpos y entrelazaban sus piernas.
La mujer de corcho sentía el aliento, el desgarro y el balanceo de aquella cadencia. Conmocionada pues, al fin, estaba bailando un tango... Y sin que lo supiera, gracias a ella, aquella noche, aquel tango sonó como nunca.
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