P A L A B R i t a
Un día, una pequeña palabra se quedó varada en la orilla de mi paladar. Sin saber por qué, perdió el impulso y no encontró la manera de salir.
Al parecer, las cuerdas vocales que la habían emitido ya no se hacían responsables de ella. El área del hemisferio izquierdo que la pensó, tampoco. Y el haz de neuronas que la transportaron, aún menos.
Insonorizada como estaba por las paredes musculosas y cartilaginosas de mi laringe, no llegaba a escucharla pero sí a sentir su desazón.
Cansada de la inactividad en un medio que no sentía como suyo, comenzó a agitarse revoltosa hasta rebotar en mi amígdala derecha y alzar el vuelo ¡y alcanzó el cielo... de mi boca! Rebotó, cayó y se quedó girando sobre sí misma. Mientras daba vueltas, aún mareada trató de fijarse en todos los rincones de la cavidad en la que se encontraba. ¡Un momento! ¡Esto es una caja de resonancia! ¡Tendría que poder escucharse mi eco! - pensó. - ¡Eoooo, eooooo!
Suspiró, gimoteó y pataleó poniendo todas sus esperanzas en la reverberación de aquel lugar, pero no logró nada. Su situación no cambió ni un ápice. Al poco, pareció rendirse.
Por puro aburrimiento, una madrugada en la que todo parecía estar más tranquilo, comenzó un viaje delirante por todos los rincones de mis fauces hasta que se topó con los dientes. Jugueteó un rato entre sus espacios y, para su sorpresa, los labios, que la mayor parte del tiempo estaban sellados clausurando aquella cueva, se abrieron para dejar escapar un suspiro. La palabrita, a la que le pilló este acontecimiento en el vestíbulo de la caverna, corrió hacia el frenillo del labio con la intención de aprovechar su elasticidad y dar un brinco. Pero entonces, los belfos se cerraron violentamente, quedándose espachurrada en las encías. Impedida como estaba, solo consiguió transformarse en un absurdo siseo intercalado con el estruendo de mis ronquidos, rompiendo el silencio de la noche.
A la mañana siguiente y gracias a un bostezo, pudo recomponerse un poco. Además del atolondramiento por no haber podido pegar ojo, sintió el peso de la frustración que aumentaba tras cada intento fallido.
Fue por entonces cuando comenzó a cogerle tirria a la “sinhueso”. La acusó de vaga y complaciente, se reía de ella con desprecio alegando que lo único que sabía hacer era marear bolones de comida y empujarlos hacia aquel abismo del que un día ella misma salió. Si acaso, alguna vez, la lengua, muy roma ella, llegaba a salir con aire burlón hacia el exterior para aparecer en algún selfie.
¡Qué poco gusto! - le recriminaba la palabrita al mediodía.
¡Tonta y desgarbá! - le gritaba en la sobremesa. - ¡Tu raíz debería ser la fusta que me ayudara a saltar al exterior!
Y es que, una vez cumplía la lengua su misión, ésta se retraía tras la línea inferior de los dientes y se apoltronaba impasible, abandonándola a su suerte en la sopa de letras en la que se estaba conviertiendo la saliva.
¡Me estoy deshaciendo! - clamó asustada la palabrita.
Para su desgracia, la protagonista de esta historia no alcanzaba ni a imaginar que aún viviría la peor de las experiencias de su corta y miserable existencia.
Cada día a las horas del desayuno, comida y cena, la palabrita, a sabiendas de que la deglución era uno de aquellos actos que la ponía en peligro, se resguardaba en un hueco que se hacía entre la fila de muelas superior izquierda y la cara anterior de la mejilla.
Aquella mañana, un pedacito de piña fue a parar al estrecho espacio entre dos muelas, muy cerca de donde ella se encontraba.
Sonó un chasquido y sin tiempo para reaccionar le sobrevino un lenguetazo que la propulsó junto con el trozo de piña hacia aquel temido abismo. Fueron segundos de tremenda angustia, en los que la palabrita intentó engancharse con desesperación a cualquier lugar que encontrara a su paso con tal de no volver a aquel oscuro agujero del que emergió un día. Pero la fuerza de la succión era desmedida. Todo se iba apagando a medida que era engullida. Sentía cómo se desmembraba y se desperdigaban sus fonemas. Había llegado el final de su malogrado lirismo... De repente, un frenazo en seco la sacudió y dejó colgando patas arriba en medio del gran agujero. Se giró y comprobó que su morfema se había aferrado con ímpetu a la campanilla. Parecía que los violentos movimientos reflejos de la garganta le daban una tregua y la palabrita quedó meciéndose en la úvula por efecto de la inercia.
Mientras ella se columpiaba sin yo saberlo, comencé a sentir un escozor en la garganta. Probé tragando saliva para ver si se me pasaba, pero no había manera. Cada vez que yo trataba de aliviar el picor generando babas, ella sufría los zarandeos de la glotis. A cada nueva sacudida, más se evidenciaba su inevitable (pero aún desconocido para mí) destierro. En vista de que no conseguía deshacerme del malestar, probé a carraspear. La última convulsión dejó a la pequeña palabra aferrada por una sola letra a la campanilla. Entonces, me sobrevino el reflejo de toser. La palabrita vio abrirse las fauces. Cegada por la luz, pronto quedó envuelta en una fuerte corriente de aire. El balanceo por aquel vendaval le resultó aún más aterrador pero de algún recóndito lugar le vino el ánimo (¿fue quizás la inspiración?), porque se dio cuenta de que podría aprovechar ese torbellino para balancearse con mayor vehemencia, tomar impulso y salir disparada.
Al fin tosí y noté algo golpear la palma de mi mano. La abrí y allí estaba ella ante mis ojos. Prácticamente deshecha, completamente humedecida y moribunda. ¡Aquella visión me enterneció tanto!
¿Pero qué hacías ahí? - le pregunté. Se achicó y se acurrucó. Claramente no estaba para aguantar reprimendas.
- Tranquila. Te contaré una pequeña historia mientras descansas y tomas fuerzas.
De pequeña me dijeron
que callada se está más bonita,
que se evitan problemas
De pequeña me mintieron,
pues hoy sufro un empacho espantoso
de retórica prudencia
¡Ay! Mi pequeña y tímida voz
¿Qué hacemos contigo?
Habrá que encomendarte una misión
Ya que es tu instinto primitivo
darle a esto algún sentido
Anda, ven y acóplate aquí en esta canción
Aunque seas susurrada
no habrá miedo ni pudor
¡Ay, palabrita!
No dejaré que te quedes en rumor
Al parecer, las cuerdas vocales que la habían emitido ya no se hacían responsables de ella. El área del hemisferio izquierdo que la pensó, tampoco. Y el haz de neuronas que la transportaron, aún menos.
Insonorizada como estaba por las paredes musculosas y cartilaginosas de mi laringe, no llegaba a escucharla pero sí a sentir su desazón.
Cansada de la inactividad en un medio que no sentía como suyo, comenzó a agitarse revoltosa hasta rebotar en mi amígdala derecha y alzar el vuelo ¡y alcanzó el cielo... de mi boca! Rebotó, cayó y se quedó girando sobre sí misma. Mientras daba vueltas, aún mareada trató de fijarse en todos los rincones de la cavidad en la que se encontraba. ¡Un momento! ¡Esto es una caja de resonancia! ¡Tendría que poder escucharse mi eco! - pensó. - ¡Eoooo, eooooo!
Suspiró, gimoteó y pataleó poniendo todas sus esperanzas en la reverberación de aquel lugar, pero no logró nada. Su situación no cambió ni un ápice. Al poco, pareció rendirse.
Por puro aburrimiento, una madrugada en la que todo parecía estar más tranquilo, comenzó un viaje delirante por todos los rincones de mis fauces hasta que se topó con los dientes. Jugueteó un rato entre sus espacios y, para su sorpresa, los labios, que la mayor parte del tiempo estaban sellados clausurando aquella cueva, se abrieron para dejar escapar un suspiro. La palabrita, a la que le pilló este acontecimiento en el vestíbulo de la caverna, corrió hacia el frenillo del labio con la intención de aprovechar su elasticidad y dar un brinco. Pero entonces, los belfos se cerraron violentamente, quedándose espachurrada en las encías. Impedida como estaba, solo consiguió transformarse en un absurdo siseo intercalado con el estruendo de mis ronquidos, rompiendo el silencio de la noche.
A la mañana siguiente y gracias a un bostezo, pudo recomponerse un poco. Además del atolondramiento por no haber podido pegar ojo, sintió el peso de la frustración que aumentaba tras cada intento fallido.
Fue por entonces cuando comenzó a cogerle tirria a la “sinhueso”. La acusó de vaga y complaciente, se reía de ella con desprecio alegando que lo único que sabía hacer era marear bolones de comida y empujarlos hacia aquel abismo del que un día ella misma salió. Si acaso, alguna vez, la lengua, muy roma ella, llegaba a salir con aire burlón hacia el exterior para aparecer en algún selfie.
¡Qué poco gusto! - le recriminaba la palabrita al mediodía.
¡Tonta y desgarbá! - le gritaba en la sobremesa. - ¡Tu raíz debería ser la fusta que me ayudara a saltar al exterior!
Y es que, una vez cumplía la lengua su misión, ésta se retraía tras la línea inferior de los dientes y se apoltronaba impasible, abandonándola a su suerte en la sopa de letras en la que se estaba conviertiendo la saliva.
¡Me estoy deshaciendo! - clamó asustada la palabrita.
Para su desgracia, la protagonista de esta historia no alcanzaba ni a imaginar que aún viviría la peor de las experiencias de su corta y miserable existencia.
Cada día a las horas del desayuno, comida y cena, la palabrita, a sabiendas de que la deglución era uno de aquellos actos que la ponía en peligro, se resguardaba en un hueco que se hacía entre la fila de muelas superior izquierda y la cara anterior de la mejilla.
Aquella mañana, un pedacito de piña fue a parar al estrecho espacio entre dos muelas, muy cerca de donde ella se encontraba.
Sonó un chasquido y sin tiempo para reaccionar le sobrevino un lenguetazo que la propulsó junto con el trozo de piña hacia aquel temido abismo. Fueron segundos de tremenda angustia, en los que la palabrita intentó engancharse con desesperación a cualquier lugar que encontrara a su paso con tal de no volver a aquel oscuro agujero del que emergió un día. Pero la fuerza de la succión era desmedida. Todo se iba apagando a medida que era engullida. Sentía cómo se desmembraba y se desperdigaban sus fonemas. Había llegado el final de su malogrado lirismo... De repente, un frenazo en seco la sacudió y dejó colgando patas arriba en medio del gran agujero. Se giró y comprobó que su morfema se había aferrado con ímpetu a la campanilla. Parecía que los violentos movimientos reflejos de la garganta le daban una tregua y la palabrita quedó meciéndose en la úvula por efecto de la inercia.
Mientras ella se columpiaba sin yo saberlo, comencé a sentir un escozor en la garganta. Probé tragando saliva para ver si se me pasaba, pero no había manera. Cada vez que yo trataba de aliviar el picor generando babas, ella sufría los zarandeos de la glotis. A cada nueva sacudida, más se evidenciaba su inevitable (pero aún desconocido para mí) destierro. En vista de que no conseguía deshacerme del malestar, probé a carraspear. La última convulsión dejó a la pequeña palabra aferrada por una sola letra a la campanilla. Entonces, me sobrevino el reflejo de toser. La palabrita vio abrirse las fauces. Cegada por la luz, pronto quedó envuelta en una fuerte corriente de aire. El balanceo por aquel vendaval le resultó aún más aterrador pero de algún recóndito lugar le vino el ánimo (¿fue quizás la inspiración?), porque se dio cuenta de que podría aprovechar ese torbellino para balancearse con mayor vehemencia, tomar impulso y salir disparada.
Al fin tosí y noté algo golpear la palma de mi mano. La abrí y allí estaba ella ante mis ojos. Prácticamente deshecha, completamente humedecida y moribunda. ¡Aquella visión me enterneció tanto!
¿Pero qué hacías ahí? - le pregunté. Se achicó y se acurrucó. Claramente no estaba para aguantar reprimendas.
- Tranquila. Te contaré una pequeña historia mientras descansas y tomas fuerzas.
De pequeña me dijeron
que callada se está más bonita,
que se evitan problemas
De pequeña me mintieron,
pues hoy sufro un empacho espantoso
de retórica prudencia
¡Ay! Mi pequeña y tímida voz
¿Qué hacemos contigo?
Habrá que encomendarte una misión
Ya que es tu instinto primitivo
darle a esto algún sentido
Anda, ven y acóplate aquí en esta canción
Aunque seas susurrada
no habrá miedo ni pudor
¡Ay, palabrita!
No dejaré que te quedes en rumor
Comentarios
Publicar un comentario