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Dos astronautas

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Antes de fallecer, mi abuela decidió contarme una historia que llevaba guardando en secreto mucho, mucho tiempo. Cuando yo era niña, ella me relataba las misiones espaciales en las que había participado a lo largo de su vida, imbuyendo de ciencia ficción las historias de tal manera que me parecían cuentos fantásticos.  Sin embargo, un pacto de silencio que le obligaron a firmar, la condenó para siempre a no poder contar la última misión en la que trabajó. Y solo podré morir en paz si te digo lo que pasó entonces... Confío en que me guardarás el secreto- me dijo ya en su lecho de muerte.  En lo primero creo que acertó. En lo segundo sé que no.  Éste es el relato la hasta hoy desconocida misión Kairós, que así me contó mi abuela:  “Era un momento crucial en la historia de la carrera espacial. ¿Y cuál no lo era desde que empezó todo aquel disparate de la Guerra Fría? El mundo se había escindido en dos y la única forma de estar en el mundo que parecía conocer la humanidad era en el constan

P A L A B R i t a

Un día, una pequeña palabra se quedó varada en la orilla de mi paladar. Sin saber por qué, perdió el impulso y no encontró la manera de salir. Al parecer, las cuerdas vocales que la habían emitido ya no se hacían responsables de ella. El área del hemisferio izquierdo que la pensó, tampoco. Y el haz de neuronas que la transportaron, aún menos. Insonorizada como estaba por las paredes musculosas y cartilaginosas de mi laringe, no llegaba a escucharla pero sí a sentir su desazón. Cansada de la inactividad en un medio que no sentía como suyo, comenzó a agitarse revoltosa hasta rebotar en mi amígdala derecha y alzar el vuelo ¡y alcanzó el cielo... de mi boca! Rebotó, cayó y se quedó girando sobre sí misma. Mientras daba vueltas, aún mareada trató de fijarse en todos los rincones de la cavidad en la que se encontraba. ¡Un momento! ¡Esto es una caja de resonancia! ¡Tendría que poder escucharse mi eco! - pensó. - ¡Eoooo, eooooo! Suspiró, gimoteó y pataleó poniendo todas sus esperanzas en la

La mujer de corcho

Desde el día en que llegó, su sueño fue bailar tango. Pasó mucho tiempo observando tras la barra de aquel bar a parejas enlazadas en la pista de baile, enredadas en aquella danza cargada de erotismo. Escuchó decir a los desparejados, perennemente amorrados al mostrador, que apareció el baile antes que la música. ¡Tantas ganas tenía de nacer que no esperó ni a la armonía! Contaban que un cholo y una morocha se agarraron una tarde en el patio de un arrabal del Río de la Plata y, sin que ellos mismos lo supieran, comenzaron a dar unos primeros pasos de tango a dúo, puede que reinterpretando con otra cadencia una habanera que sonaba de fondo. Nadie lo sabe con certeza. Más tarde, surgió el acompañamiento musical. El tango fue concebido con un corazón de compás binario, pero salpicado en su melodía con sincopas que espoleaban un latido que sin ellas sería algo monótono. Pegada al cristal, conteniendo los humores de aquel vino en aquella botella que le tocó en su día cerrar, aislada

Don Cactus

  Cuando por fin aparcamos la furgoneta en la parcela 242 del camping “Don Cactus”, suspiró y me dijo: No sé por qué no hicimos esto cuando éramos jóvenes. ¿Nada más llegar y ya estamos con los reproches? ¡No te ha dado tiempo ni a poner el freno de mano, nena! Nos dio la risa. Llevábamos riéndonos desde que salimos por la mañana, pese a que el viaje fue algo accidentado o, más bien, precisamente por eso. ¡Pues porque casi morimos por el camino! Si se nos da así la aventura siendo adultas, no quiero ni pensar dónde hubiéramos acabado de habernos hecho una escapada de jóvenes - continué diciendo. De nuevo, carcajadas. Lo cierto es que el viaje había sido una consecución de pequeñas catástrofes que conseguimos salvar con gracejo. Nuestro talante nos hizo conservar el buen humor en todo momento y los infortunios quedaron pronto en meras anécdotas. No sé, amiga, supongo que todo llega cuando tiene que llegar. Estábamos a otras cosas con esas edades. Tú estabas buceando entre tus libros de

La memoria del huerto

LA MEMORIA DEL HUERTO Hoy daría lo que fuera por ir a recolectar parte de mi memoria al huerto de mi abuela. Hoy abandonado, antaño tan vivo y tan poco valorado por urbanícolas como yo. Hoy y siempre, la tierra donde se asientan mis raíces. No quiero reprocharme nada. Sé que le pasaba a muchas, que no solo para mí era una auténtica pesadilla ir al pueblo en vacaciones. Las carreteras de antes no eran las de ahora. Por aquel entonces, ya salía una indispuesta anticipando el penoso viaje que tenía por delante. No alcanzabas a ver compensadas las interminables horas por aquella carretera plagada de curvas con el plato de migas que te esperaba al llegar. Hasta que te llevabas la primera cucharada a la boca... ¿Qué recompensa podían tener los ataques de alergia que todo el tiempo te hacían tener los ojos hinchados y temer la aparición de un episodio de asma? No perdonaba que un lugar tan limpio, en comparación con la ciudad, me rechazara de aquella manera. Hasta qu

Empática

- Señora, a usted lo que le pasa es que la empatía le está desgraciando la vida. - Puede que tenga razón, gracias y buenas tardes. Le di varias vueltas a ese comentario barra sentencia. El sufrimiento ajeno, las injusticias, el dolor... era capaz de sentirlo todo. Si bien lo bueno también formaba parte del corolario de emociones que de forma contagiosa se me metía en las entrañas, aquella sociedad decadente y sumisa en la que me hallaba me transmitía fundamentalmente pesar. Hasta llegar a esa revelación casual, una suerte de diagnóstico definitivo a la par que liberador, tuve que pasar por muchas consultas y soportar todo tipo de situaciones esperpénticas, que incluyeron orinoterapia, masajes con serpientes, baños de cerveza y retiros espirituales de esos en los que debes estar diez días sin hablar. La ciencia no me ayudó mucho más. Los más expertos neurocientíficos, psicólogos y psiquiatras me colgaron las etiquetas de maníacodepresiva, esquizofrénica, trastorno límite

Algarabía

Siempre que recuerdo aquel viaje Madrid-Málaga en pleno agosto, no puedo evitar volver a preguntarme: ¿cómo reaccionaria la gente si algo como lo que sucedió en aquel trayecto ocurriera aquí o en cualquier otro lugar del mundo? ¿Se lo tomarían con el mismo humor? ¿Se lo tomarían con otro humor? ¿Se lo tomarían sencillamente con humor? Lo cierto es que no puedo inferirlo. Ni sería justo. Los estereotipos son la mayoría de las veces inmerecidos y otras no poco groseros. Pero aquel viaje Madrid-Málaga... Quisiera poder extrapolar en mi imaginación esa misma situación aquí, en Berlín, donde vivo hace ya casi diez años, pero me es imposible. Una frase clave en mi educación fue: “comparar es de mal gusto”. Así que con esa instrucción y ya prevenida de las diferencias culturales a las que me iba a enfrentar, me vine a Alemania. De lo que nunca me podía haber hecho a la idea con antelación es de que, en ese proceso de adaptación e integración, algunas costumbres me iban a resultar sorpren