Lebensraum
Siempre quise ser doctora, decía mi padre que “claro, como buena hipocondríaca”, pero no alcancé la nota de corte tras la Selectividad y acabé estudiando un ciclo formativo de grado superior de Corte y Confección.
Aunque mi sueño de estudiar medicina se vio truncado por un mero detalle burocrático, yo continué persiguiendo mi anhelo de formarme como doctora y especializarme en Psiquiatría de forma autodidacta. Al principio, sólo contaba con la enciclopedia médica que heredé de mi tatarabuelo, pero al tiempo llegó Internet y ante mí se abrió un horizonte repleto de wikipedias, videotutoriales y artículos pseudocientíficos que me harían llegar a ser toda una experta.
Entonces, llegó el momento cumbre de mi carrera autoeditada: ¡la tesis!
Mi tesis establece que en este mundo existen dos tipos de personas, sólo dos: las que se quitan la chaqueta con cuidado y las que se quitan la chaqueta sin miramiento alguno. Es decir: las personas normales y las que presentan un desagradable cuadro de hijoputez.
Todo empezó un día al salir del trabajo yendo en el metro de vuelta a casa en hora punta. El frío arreciaba en el exterior y las calderas del tren calentaban a todo trapo. Comencé a sudar. Yo sudo mucho. Sudo feo. Sudo mal... y me quería quitar el chaquetón como fuera por miedo a deshidratarme. La estrechez debida a la aglomeración era tal, que aquello iba a ser una hazaña al más puro estilo “Misión Imposible”. Primero, reconocí el medio circundante y detecté los tangos susceptibles de ser víctimas de mis actos. Luego, elaboré una estrategia para la extracción del abrigo de la forma más discreta posible. Hice cálculos. Viré 4º al norte. Presté atención a la mujer a las 3 en punto que parecía querer avanzar hacia mi posición. Aguanté la respiración. Logré bajar lentamente la cremallera sin despegar los codos del torso. Titubeé porque no lograba confirmar si mi ángulo muerto estaba despejado. Me giré levemente para comprobarlo y aproveché para tirar de la primera manga izquierda manteniendo el brazo en posición vertical. Nos aproximábamos a la siguiente estación y yo aún estaba a medio deshacer. Sin perder mi centro, conseguí extraer el brazo izquierdo completamente. Quise luego dejar deslizar la otra manga pero en ese momento se abrieron las puertas. La gente salió en estampida y en un segundo, otro montón de gente entró a saco. Me bailaron como una peonza en todo ese trasvase. Mareada, hice un rápido informe de daños. El chaquetón se había quedado colgando de mi hombro derecho. Me empujaron. Resbaló. Se cayó. Agachándome ocuparía el doble de superficie, no contaba con tanto espacio. El abrigo se tenía que quedar un rato más en el suelo. ¡Qué asco! En un renuncio, al más mínimo movimiento de alguien, trataría de recuperarlo. Entonces, me pareció que el señor de enfrente se disponía a apartarse un poco. Nada más lejos... En un arrebato, estiró un brazo y, acodando el otro en mi estómago, comenzó a deshacerse de su zamarra. Con un ademán grotesco quiso traerse la prenda hacia el frente y en el trayecto se llevó toda mi melena cambiándome la raya de lado y dejándome la marca de un mangazo en todo el carrillo. Cómo no sería el tifón que armó, que hasta dos vagones más allá se escuchó decir: “¡Ay, qué bien, se ha levantado un poquito de aire!”.
Enajenada, salí del metro como alma que lleva el diablo. Ya sobre tierra me caló el aire gélido, poniendo su énfasis en mis sobacos, cuello y bigote, y en definitiva en todas las partes del cuerpo por las que había estado sudando la gota gorda unos minutos antes. Me puse mi abrigo pisoteado y me fui a casa.
Mi casa, mi hogar, mi castillo, el lugar en el que puedo ser yo, donde todo el espacio me pertenece y donde me iba a desquitar de la mala leche que llevaba encima. Se iban a enterar de cómo se quita la menda el abrigo cuando está sola.
Casi arrancándomelo, tiré con vehemencia de una y otra manga, me lo sacudí y lo revoleé por cada esquina de la entradita. A mi paso desmonté el perchero, tiré y rompí dos portarretratos del recibidor y levanté mucho, mucho polvo. Después de una retahíla de estornudos y de caer en la cuenta de lo sucia que estaba mi casa, me derrumbé sobre el abrigo aún encajado en una de mis muñecas y rompí a llorar. Recordé al tipo del metro y me enfurecí, porque hay que ser muy malo para hacer algo así, y si es así como se comporta en una situación tan intrascendente, ¿qué no hará en otras de mayor importancia?
Entre jipíos, comencé a desarrollar mi teoría.
A excepción de en las películas -como Stars Wars, donde un vil Darth Vader se pondría la capa llevándose por delante a cinco Ewoks- un villano real no revela de primeras su perversidad, no la divulga abiertamente. ¿Acaso alguien conoce a un hater o a un troll en persona? ¿Cómo distinguirlos a tiempo para evitar puñaladas traperas? La solución estaba delante de mis narices, sólo había que fijarse en un detalle. Tras un tiempo de atenta observación, logré distinguir y dividir a las personas en dos grupos, tan sólo por el modo en que se quitaban la chaqueta.
Con mi tesis estaba poniendo en manos de la humanidad un valioso método de detección precoz de la hijoputez.
La hijoputez es un tema de rigurosa actualidad. Su sobrestimación es progresiva e imparable, y el valor del que goza es inversamente proporcional al de cualidades como la bondad, la empatía o la compasión. El propio término es una infamia. Espero que me lo sepan perdonar. Pero no me negarán que a los malos les va bien, ¡triunfan!
Al tomar conciencia de que la maldad estaba de moda, decidí que ya era hora de comportarme como una bellaca.
Un día probé a no ceder el paso, a dejar de apartarme de mi camino para que los demás no se desviaran del suyo, como solía hacer habitualmente. Pero fueron tantas y tales las embestidas que acabé en urgencias suplicando antiinflamatorios. El enfermero que me puso la vía me comentó cuando le conté la historia: “A mi eso no me pasa, yo nunca me quito, se quitan los demás. Es que impongo respeto”- decía el esmirriado con tono triunfal.
Otro día tiré todo un estante de papel higiénico en un supermercado y salí corriendo sin intención de recogerlo, pero un niño se asustó y comenzó a llorar. En mi huida, me giré y le saqué la lengua burlonamente y su ofendida madre avisó a seguridad. Me interrogaron durante dos horas para, al final, ponerme la triste sanción de pedir perdón al niño quejica y a la chivata de su madre. Mantenimiento ya se había encargado de atusar el pasillo 4. Allí no había pasado nada.
A la semana siguiente intenté colarme en la panadería, el lugar donde más veces se me habían colado sin compasión en toda mi vida. En cuanto alcé la voz para hacer mi pedido, sentí un golpe en la cabeza. La anciana a la que había usurpado el puesto me propició un bolsazo en toda la quijotera que me dejó atontada.
- ¡Debería darte vergüenza! - gritó.
- ¿Y por qué a usted no le da cuando lo hace?
Apretando los dientes, la señora respondió con otro bolsazo. Entre sermones del resto de la clientela salí del local avergonzada.
Fueron tantas las veces que quise ser mala ¡y me salió mal! Sería por aquello de la profecía autocumplida, porque a mi desde pequeña me habían dicho: “tú es que de buena, eres tonta”. O sea, ¡que el puñetero problema era la bondad! ¡Pues vaya mierda de mundo! Por cierto, la segunda parte de esa frase es faltar por faltar. O sea, otra hijoputez.
Aún con ese doloroso recuerdo, no tenía intención de rendirme en mis intentos por potenciar mi lado malvado y, de hecho, algunas vilezas no me salieron del todo mal. No me pillaron, basta decir.
Como la vez que entré en una de esas tiendas de pretaporté mal avenidas, ésas de dudosa moral en cuanto a métodos de negocio. Me colé en un probador con todas las prendas de la talla treinta y ocho que pude atesorar, con la única intención de reventar las costuras. Menos mal que me llevé un tarro de vaselina para conseguir encajarme los pantalones, vestidos y tops de temporada. Ahí los dejé todos amontonados con los hilos colgando.
Pero a quién vamos a engañar, ¡me sentí fatal después! Igual que cuando traté de tirar el papel en el contenedor de plástico y el cristal en el de deshechos orgánicos. Igual que cuando me tiré aquel pedo en un ascensor. Que no. Que no valgo para hacer hijoputeces.
Sumé fuerzas para realizar un último intento. Me subí en el metro en hora punta, dispuesta a quitarme el chaquetón sin importarme un carajo las personas que hubiera a mi alrededor. Estaba decidida a hacerlo cuando el señor que tenía enfrente se revolvió estirando el torso y los brazos hasta ocupar tres veces su espacio vital. Su lenguaje corporal me mandaba señales de alarma. Su codo derecho estaba a un centímetro de mi nariz. ¡Ah, no! ¡Eso sí que no! ¡Otra vez, no! Reaccioné rápido:
- Señor, permita que le ayude.
Giró la cabeza y me miró por encima del hombro. Una pícara sonrisa asomó por su boca junto a un comentario en tono socarrón:
- Gracias, encanto.
Segundos después, mientras me retiraba su bufanda de la cara, comencé a elaborar mi siguiente tesis: quien gobierne el corazón, dominará el mundo...
Autora: Paloma Lirola
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