Empática

- Señora, a usted lo que le pasa es que la empatía le está desgraciando la vida.
- Puede que tenga razón, gracias y buenas tardes.

Le di varias vueltas a ese comentario barra sentencia. El sufrimiento ajeno, las injusticias, el dolor... era capaz de sentirlo todo. Si bien lo bueno también formaba parte del corolario de emociones que de forma contagiosa se me metía en las entrañas, aquella sociedad decadente y sumisa en la que me hallaba me transmitía fundamentalmente pesar.

Hasta llegar a esa revelación casual, una suerte de diagnóstico definitivo a la par que liberador, tuve que pasar por muchas consultas y soportar todo tipo de situaciones esperpénticas, que incluyeron orinoterapia, masajes con serpientes, baños de cerveza y retiros espirituales de esos en los que debes estar diez días sin hablar.

La ciencia no me ayudó mucho más. Los más expertos neurocientíficos, psicólogos y psiquiatras me colgaron las etiquetas de maníacodepresiva, esquizofrénica, trastorno límite de la personalidad y otras tantas valoraciones que no recuerdo. He sido de todo, pero no era nada de eso.

Lo que padecía de veras lo descubrí un 21 de enero, el día en el que me desmallé en plena calle y me desperté en un hospital. Al abrir los ojos, completamente desubicada, una redecilla me cuadriculaba la vista al techo. Me quise llevar las manos a la cara pero un enfermero se apresuró a impedírmelo.

- No se toque, por favor. Estamos realizando unas pruebas y pronto esperamos saber qué le ha ocurrido.

Giró la ruedecita del suero y volví a perder el conocimiento.

- ¡Señora! ¡Señoooora! ¿Me oye?

Un grito lejano pero muy molesto me reclamó de repente. “Déjenme dormir”- pensé ignorando la llamada.

- ¡¡Señora!!

Con la sensación de estar despertándome de una profunda siesta después de un cocido madrileño, con su vino y su postre, abrí los ojos.

- ¡Señora! ¡Despierte! Soy la Doctora Almeida. Necesito que se incorpore lentamente. Vamos. Lleva usted mucho tiempo durmiendo. Vamos, vamos.

- ¿Adónde vamos?- logré balbucear con la boca espesa.

- A incorporarla, nada más.

Ahora veía de nuevo sin filtro cuadriculado y la luz me resultaba bastante molesta. La que decía ser doctora se puso frente a la ventana, así que el contraluz no me permitía adivinar con nitidez sus rasgos.

- Doctora, ¿qué me ha pasado?- La pastaza en la campanilla me hacía sonar más apagada que de costumbre. Al moverme sentí dolor en la cara, me toqué y noté plantadas varias tiritas atravesándome el rostro.

- Al parecer se desmayó en la calle. Ingresó hace ocho horas en urgencias, inconsciente y con varias finas pero profundas heridas en su cara. En un principio, creímos que había sido atacada a navajazos, pero lo descartamos en cuanto vimos que se trataba de quemaduras. Valoramos la posibilidad entonces de que le hubieran lanzado ácido, pero el tipo de quemaduras que presentaba no coincidían con algo así. Le hicimos varias pruebas bajo la hipótesis de que podía tratarse de urticaria acuagénica.

- ¿De qué?

- Comúnmente se la conoce como alergia al agua. Sudor, saliva y lágrimas incluidas. Pero también abandonamos esta teoría en cuanto comprobamos que pudimos limpiar sin problema sus heridas usando productos con compuestos acuosos. Por no decir lo que ha babeado usted mientras dormía y no le ha pasado nada...

- Entonces, ¿qué tengo?

- Señora, estamos bastante seguros de que es usted alérgica a sus propias lágrimas y sólo a sus lágrimas. Es una condición rara, somos conscientes de ello, nosotros somos los primeros sorprendidos. Nunca nos hemos enfrentado a algo así. Pero no hay ninguna otra explicación posible para lo que le ha ocurrido.

- Me duele. Me duele mucho.

- Eso es porque, aparentemente, sus lágrimas le han provocado unas finas pero profundas quemaduras desde el lacrimal hasta las aletas de la nariz, pasando por parte de las mejillas, pómulo, sienes y hueco del mentón. Llora usted muy raro. Tiene usted un llorar expansivo.

No estaba preparada para un diagnóstico así. Yo, que había sido examinada e inspeccionada hasta la médula por tantos especialistas, yo que fui calificada de tantas cosas a cuál más dispar y ninguna de ellas cierta. Me había acostumbrado tanto a no saber que en el momento que me comunicaron aquel mal con tal grado de certeza me bloqueé.

Quise llorar pero sentí pánico. Acababa de descubrir que mi cuerpo me lo había prohibido y que me castigaría duramente si lo hacía.

¿Habré llorado ya todo lo que tenía que llorar en esta vida? Espero que si, porque ya no volveré a hacerlo. ¿Será que me pasé de rosca? ¿Que tenía, así como los óvulos, una producción finita de agua salada que dejar salir a través de mis ojos? ¿Habré agotado las reservas y ya solo me quedaba una especie de bilis lacrimal en mis glándulas?

- ¿Recuerda lo último que le pasó antes de despertarse en el hospital? - el timbre ronco y sonoro de la doctora interrumpió mi discurrir.

- Pues... estaba callejeando sin rumbo. De vez en cuando lo hago para distraerme. De repente vi a un señor muy mayor en mitad de la calle, girando de un lado a otro sobre sí mismo. Llevaba una correa de perro en la mano, pero no había chucho alguno enganchado a ella. Me fijé que el hombre hacía pucheros y gritaba: ¡Toby, Toby! Recuerdo que aquella imagen me conmovió. Inmediatamente, sentí un fuerte dolor en los ojos y perdí el conocimiento.

- ¿Está usted ovulando? - preguntó zumbona. La vista se me había acomodado al contraluz y ahora ya le podía ver bien la cara a la tal Almeida, papada incluida. Tenía una ceja levantada y la boca entreabierta con el labio inferior torcido. Un gesto despectivo en toda regla.

- ¿Tiene tratamiento?

- No, hasta donde nosotros sabemos.

- ¿Y qué puedo hacer?

- No llorar.

Me dio el alta a las pocas horas, me recomendó reposo y me dio un volante para el dermatólogo y otro para el psiquiatra. Conforme salía del hospital tiré el del psiquiatra a la papelera.

Quería llegar a mi casa lo antes posible y evitar callejear por no tentar a la suerte. Me sentía más sensible que nunca.

- ¡Taxi!

Una mirada inquisitiva a través del retrovisor.

- ¿A dónde, señora?

- A la Calle El Martirio, número 3.

Sonaba un programa radiofónico de fútbol. Fuera el atasco, malos humores, pitidos.

De nuevo, su mirada clavada en mi, mal disimulada como si estuviera inspeccionando la parte trasera del coche.

- ¿Qué le ha pasado?

“Y a usted qué le importa” - pensé. El gato de mi vecina – atajé.

- ¡Pues menuda mala leche debe gastar!

Un resoplido nostálgico salió por mis aletas nasales.

- ¿Le apetecería escuchar algo más alegre?

- Como usted quiera.

Un par de ligeras presiones al aparato, un par de búsquedas en las preselecciones del dial y, tras el breve silencio del último intento, emergió la potente y emotiva voz de Raphael. El taxista se revolvió, alzó sus manos en un alarde triunfal y cantó sobre la retransmisión muy desafinado y tan entusiasmado que apenas reaccionó a tiempo a un volantazo.

- Y al despertar ya mi vida sabrá algo que no conoce... ¡¡laralalaaa laralaralalaaaa!! ¡Esto anima a cualquiera! ¡Cante conmigo!

Su animosidad era genuina y, por suerte, contagiosa. Me enganché en el segundo estribillo al canto alegre y curativo.

- Qué-pa-sa-rá-qué-misterioshabrá-pue-de-ser-mi-gran-noooche...

Un frenazo en seco me arrancó violentamente del feliz karaoke. Un bocinazo y una bajada de ventanilla después, sacó el taxista medio cuerpo del coche.

- ¡¡Vamos, señora, que no tengo todo el día!!

Y allá que iba ella, con su pelo corto, cano y algo revuelto, encorvada como retorcida por innumerables dolores, desde el pie hasta la oreja. Con su bastón y un carrito de la compra de lunares que rodaba entrecortado tras cada uno de sus lentos y pequeños pasos. Se notaba a la legua que sus huesos no le permitían ir más rápido ni su sordera escuchar la reprimenda. ¿A qué venía esa actitud tan soez?

Sentí una fuerte punzada en el entrecejo, ardor en los lacrimales y calambres en las cuencas de los ojos. No, no... por favor, no. Se me van a quemar las quemaduras. Me llevé rápidamente la mano al bolsillo, siempre llevo un pañuelo, previsora de mi. Arranqué dos tiras que comencé a retorcer ente los dedos gordo, índice y anular de ambas manos hasta conseguir que tuvieran forma de bolitas, para rápidamente colocármelas en sendos lacrimales. Cerré y apreté los ojos. Sentí que el grosero del taxista había vuelto a su asiento. Volvimos a circular. En algún momento, la canción se había acabado.

Respiré por la nariz y expulsé el aire por la boca tres veces. Seguía apretando los ojos, concentrándome en no llorar.

- Señora, ¿se encuentra usted bien?

No respondí. Estaba claro que no iba a entenderlo, para qué molestarme en explicarle nada. Continuamos el viaje en silencio aún durante un rato. En la radio daban las en punto y comenzaba el repaso de la actualidad. … Y en otro orden de cosas, un estudio de la Universidad de Ohio encabezado por el profesor Dominik Mischkowski, ha dado unos resultados sorprendentes que determinarían que el paracetamol reduce la empatía, es decir, la capacidad para comprender el sufrimiento ajeno...

Vaya. Eso explicaría muchas cosas. El paracetamol es la droga legal favorita y más vendida, recomendada y consumida por esta sociedad.

- ¡Ja, ja! Te quita tus dolores y los que pudieras sentir por los demás. ¡Es perfecto! ¡Bendito paracetamol! - la voz socarrona del taxista no me permitió continuar escuchando la noticia. - ¿Qué le parece si la dejo en la puerta de una farmacia, señora? ¡Ja, ja! - Bueno, este nivel de burla era demasiado ya.

- ¡Déjeme bajar aquí! ¡Aquí está bien!

- ¡Pero si no sabe dónde estamos! ¡No ve nada!

- ¡Da igual! ¡Pare! - se hizo a un lado aparcando en un vado de la calle mientras yo empecé a retirarme con cuidado las bolitas de los ojos y a acostumbrar la vista a la solana de la tarde. Busqué el monedero. ¿Cuánto ponía el taxímetro? No quería preguntar. Cuanto menos interactuara con aquel energúmeno mejor. Todo estaba borroso. ¿26,50 ó 35,60? Le extendí cincuenta euros y, mientras el señor sacaba su cartera me dijo:

- Señora, a usted lo que le pasa es que la empatía le está desgraciando la vida.

- Puede que tenga razón, gracias y buenas tardes – respondí agitada a la par que le arrebataba mi cambio de las manos y volaban unas cuantas monedas.

Salí aparatosamente del auto. Cerré de un portazo. Me recoloqué el bolso, me atusé los pelos, me sacudí la ropa. Barrí leve y disimuladamente unas lágrimas inexistentes en mis ojeras con los pulpejos de los dedos. Me quedé en mitad de la calle con los ojos entrecerrados y la visión de mis pestañas abermejadas por el sol de la tarde. Por el rabillo vi como el taxi se incorporaba a la vía.

Aquel comentario barra sentencia... Ese hombre podría estar en lo cierto. ¿Podría ser que lo de mi alergia a las lágrimas fuera un síntoma y que el trastorno fuera una especie de hiperempatiosis?

Una vez se me hizo la vista a la luz, reconocí el lugar en el que me encontraba. Caminando calle arriba un par de manzanas, llegaría a mi casa. En sentido contrario, a unos cuatrocientos metros, había una farmacia. Miré a ambos lados. Dos opciones. Una decisión. Como si de dos posibilidades contrapuestas que se anulaban la una a la otra se tratara. Ir a casa era huir. Ir a la farmacia también era huir, pero de otra manera. A menos que en lugar de comprar paracetamol, me limitara a ir para hacerme con tiritas y desinfectante. No. De eso ya tenía en casa. Siendo honesta, si finalmente me decidía por ir a la farmacia, estaría eligiendo anestesiar mi empatía hacia los demás. Volví a girar varias veces la cabeza en ambas direcciones.

Fue entonces cuando escuché y sentí un agitado olisqueo en mis pies.

- ¡Eh! - reprendí al chucho.

La pequeña fierecilla de pelo enratado se agazapó temerosa. Su aspecto revelaba abandono. Clavó en mí sus ojos redondos como canicas y negros como el tizón. ¿Cómo podía ser que una mirada así expresara tanto?

Me agaché despacio y le tendí una mano. Se acercó, al principio desconfiado, hasta que alcancé su oreja y le comencé a rascar.

- ¿Y bien?

Nuevamente su mirada, tan pura y cristalina.

Me incorporé.

Un tímido meneo de rabo.

- ¿Hacia dónde?

Como si me hubiera entendido y tras un pequeño brinco, comenzó a trotar alegre.

Y yo le seguí.





Autora: Paloma Lirola

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